Sale el sol y la madrugada se despide de la luna. Un día más, las nubes se van en busca de nuevos aires. Con la llegada del atardecer, el portón se abre y nace el toro de su interior al igual que nace un niño del vientre de su madre. Irrumpe en el albero un opulento burel que muge al encuentro con las tablas, remata en el burladero, induce respeto, expande su voluminoso morrillo bajo la atenta observación del matador que, cadencioso, destella una mirada cómplice, fugaz y descriptiva a su antagonista. El capote lo mece, lo educa, lo enseña. Despliega en su epicentro una esclavina idónea yacente que trasmuta la naturaleza salvaje. Con el puyazo del picador alcanza la madurez, ralentiza su embestida atemporal. Las banderillas colorean su morrillo, lo consuelan como la brisa al calor y avivan su ego. En el último par, una embestida estremecedora, desigual y fuera de compás, produce una ráfaga de aire errática en un ruedo de escudo y arraigo. Pervierte al albero trocando su color. Parpadean como luciérnagas en la noche por la acción de la luz del sol en contacto con el traje. La agonía se apiada de la respiración que sobrecoge brutalmente al silencio que precede al llanto abrupto, tenaz, adverso y traspuesto. El matador, aturdido, atraviesa con entereza el camino hacia la enfermería donde aguarda un ángel con un capote de vueltas blancas para hacer un quite providencial. La divinidad y el misticismo luchan contra el azar y el destino. Prohíben la entrada a todo aquel que no esté a favor de la vida y de la esperanza, de la cura y del alivio. Es un tira y afloja, un deseo, una plegaria, un rezo. La superstición ahoga el trance y vigila al miedo. Un aura especial envuelve en su burbuja de concordia y complicidad al torero, a la persona, al hombre, al humano. Al ser que por honor y grandeza, por inconformismo y deseo de triunfo puso el par de banderillas más amargo de su carrera, prendiéndolo el toro en su rostro.
Al fin, consigue llegar a buen puerto. El capitán del velero negro con mástiles blancos descubre una nueva isla. Tras un descomunal esfuerzo, obsesionado con la idea de volver a los ruedos y con la fuerza y la gracia de Dios y el reverencial y adulador abrazo del milagro, nada desde las profundidades hasta la superficie, tras su naufragio pasajero avista tierra y con una brevísima recuperación se repone de sus heridas con paciencia y trabajo. El anhelo de volver a pisar ese lienzo circular para dibujar con el estaquillador como pincel y la estocada, mezcla de brevedad y precisión, como firma de un cuadro tauromágico. Una obra eterna y sublime. Volver a sentir el fervor de la plaza, el revoloteo de los pañuelos cual palomas blancas. La vida y la muerte penden de un hilo cosido con rotundos oles. Ahí está la gloria, en saberse situar en la línea divisoria, en cruzarla y hacer historia. Ahí está la clave y la llave que abre la puerta, se trata de convertir el agua en ardiente fuego, de pregonar con raza este incesante duelo. Supeditar el desvelo en aras de los sueños con un toreo desgarrado, dejando un surco en cada muletazo, cimbreando el cuerpo al son de majestuosos retazos proclamando un alarde de entrega y corazón, de honor y torería. El letargo de un reencuentro, no es búsqueda ni coincidencia. No es casualidad, sino convergencia e interacción. Una inmensidad de pensamientos y emociones se superponen. La ilusión se trasmite. Una mueca de rabia y miel, un ojo entornado y un parche como símbolo de heroicidad.
El toreo no es teatro, el toreo no es ficción, no es mentira ni es embuste, es auténtica pasión. Es la vida y es la muerte, y es el toro su mentor. La intuición, frágil y candente, ilumina a la honestidad. La incertidumbre y el riesgo se cogen de la mano. El azar brinda con el destino. El olvido se apodera de la tragedia. Rememoro con honra el pasado y concluyo esta historia con estos versos en honor a Juan José Padilla:
Con la entrega y con la raza,
con el ansia y la ambición,
una cicatriz enzarza a una dolorida estrella con su brillo alrededor
que candente se ilumina en triunfal reaparición.
Tu mirada es una mina
que de oro contamina mis entrañas, mi oración,
tú, torero eres la alquimia que me arrastra hacia el amor,
por un arte inexplicable, el toreo de valor.
Álvaro Gil