Un torero consagrado a las Musas habita en el liceo de la tauromaquia. La unidad en la diversidad subsiste entre la locura aparente y la cordura intrínseca. El valor como telón de fondo propicia cercanías que se evaden por el arte. Es pellizco y maestría, es escuchar la música, bailar con el toro, pintar un esbozo en diez minutos con unos pocos trazos que resultan finitos en la realidad material pero eternos en el espíritu. Despliega un capote de altos vuelos que envuelven con mimo al burel en plenitud temperamental y de virgen condición. A veces estático, a veces dinámico, rememora con honra el pasado, lo hace suyo, se lo atribuye y lo comparte. La virtud abraza al talento, bien por exceso, bien por defecto. El olvido se apodera de lo trágico y el azar brinda con el destino en una copa vacía que rebosa inesperadamente como agua de un seco pozo que brota cual milagro. Culmina una faena irrepetible, efímera y de soberbia creación. Una multiplicidad de emociones y sentimientos abarrotan y desgarran, atraviesan y se escapan libres por la naturaleza por ser ésta el origen del caudal de sus muñecas.
ÁLVARO GIL DE LA CALLE
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