Caballo lusitano negro cuatralbo, de crines adornadas con lazos blancos. Valiente y poderoso, de nombre Cagancho, que el público espera con gran entusiasmo. A dos pistas, de costado, llevando al toro hilvanado, embistiendo por abajo, con la cola, trincherazo. Con el cuerpo cita tierra a tierra y un relincho por voz. Cuartea cual banderillero a la espera de que su jinete, el centauro Pablo Hermoso, clave en el morrillo, desplante con primor y reciba la ovación. En torero, guiña las orejas trasmitiendo a un tendido que observa la gallardía del corcel. Del olvido al recuerdo, del recuerdo al triunfo, del triunfo, al descanso de un caballo que es espanto. Con sus patas blancas como si fueran medias en una corrida goyesca y su terno azabache responde a la llamada de su corazón torero. Desde el paseíllo a la muerte del toro, ni un solo pestañeo, ni una coz, ni un recelo. Ni un mal gesto ni un desvelo. Es un caballo torero. De arte, de gitanería, como su nombre claudica. De bronce, en mi memoria, mitifica esta historia en un futuro cercano, sus vástagos le están honrando por plazas de todo el mundo. Desde América a Madrid. Desde Sevilla a Ronda. Desde Francia a Navarra y de Navarra a la gloria.
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