De capote, a la verónica. Sin probaturas. Tal cual sale el toro, Pauloba le enjareta un ramillete de lances de cartel. Y media a pies juntos. Arza. Con la muleta, largura, hondura y profundidad. El temple, la suavidad y el empaque, por descontado. Y cambio de mano. Toma que toma. Tanda al natural y de pecho hasta la hombrera contraria acompañando con la cintura. Ahora, con la diestra; trincherazo de rabia y miel. Y a meter al toro para las tablas, en torero. Ayudado por alto, ah no: Por bajo. Y trincherilla. Cambio de mano. De izquierda a derecha y de derecha a izquierda se dice viceversa. Que armonía. Que destreza. El estaquillador va de una mano a otra como si fuera un juguete. Toro y torero se convierten en una dualidad inverosímil de plenitud garbosa. Inseparables sólo por el revoloteo de una muleta de mando y un capote de ensueño. Capote que engancha delante la embestida cogida con las yemas de los dedos de un cuerpo que no sabe que es físico, pues cree que es su alma la que torea. La luminosidad de colores rosa, amarillo y negro unidos al brillo del traje de luces evocan la mágica melodía mística de selecta tauromaquia. Son instantes eternos que se gravan en la retina. Son alambres que se agarran a unas muñecas rotas quebradas por la torería. Es la simbiosis entre toro y torero enmarcados en una cúpula efervescente. Perfume de Aznalcóllar cuyo aroma perdura en los oles del aficionado más cabal.
Desdibujada, la esclavina de un capote se asoma al balconcillo para cantar una saeta. Se trata de una obra de sentimiento rematada por una media. Es una tarde de exquisito paladar y de sabor añejo. De toreo puro, de tangos o tientos. Es una tarde de compás, de marcar el tiempo, de olvidar el cuerpo, de buscar al dueño del toreo bueno. De saber que el frío una vez fue fuego. De pitón a rabo, el pase de pecho. Plantas asentadas, corazón abierto. Palmas al talento, hilo, aguja y miedo. Desplante torero. Arte y desenfreno. Un cambio de mano desata la locura toreadora del torero del Aznalcóllar que absorto, encumbra un ágape delicioso en pos de la tauromaquia. Cornalón severo. Sangre, ira y fuego. Honor; Es torero. De noche, pasa una estrella fugaz y pido un deseo. La luna contempla atónita una faena que estremece y, a lágrima viva, un solo espectador se proclama receptor del arte del toreo. Desalojo el tren que me lleva a buen puerto y me embarco hacia el triángulo de las bermudas tauromágico para presenciar la hecatombe y la marejada a través de una ola de color rosa con la espuma amarilla que acompaña con mando a un barco negro que tiene por marinero la bravura y se hace eco en el recuerdo de una tarde en la que tiemblo ante un figura del toreo.
Álvaro Gil
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