martes, 21 de agosto de 2012

JUAN JOSÉ PADILLA


Sale el sol y la madrugada se despide de la luna. Un día más, las nubes se van en busca de nuevos aires. Con la llegada del atardecer, el portón se abre y nace el toro de su interior al igual que nace un niño del vientre de su madre. Irrumpe en el albero un opulento burel que muge al encuentro con las tablas, remata en el burladero, induce respeto, expande su voluminoso morrillo bajo la atenta observación del matador que, cadencioso, destella una mirada cómplice, fugaz y descriptiva a su antagonista. El capote lo mece, lo educa, lo enseña. Despliega en su epicentro una esclavina idónea yacente que trasmuta la naturaleza salvaje. Con el puyazo del picador alcanza la madurez, ralentiza su embestida atemporal. Las banderillas colorean su morrillo, lo consuelan como la brisa al calor y avivan su ego. En el último par, una embestida estremecedora, desigual y fuera de compás, produce una ráfaga de aire errática en un ruedo de escudo y arraigo. Pervierte al albero trocando su color. Parpadean como luciérnagas en la noche por la acción de la luz del sol en contacto con el traje. La agonía se apiada de la respiración que sobrecoge brutalmente al silencio que precede al llanto abrupto, tenaz, adverso y traspuesto. El matador, aturdido, atraviesa con entereza el camino hacia la enfermería donde aguarda un ángel con un capote de vueltas blancas para hacer un quite providencial. La divinidad y el misticismo luchan contra el azar y el destino. Prohíben la entrada a todo aquel que no esté a favor de la vida y de la esperanza, de la cura y del alivio. Es un tira y afloja, un deseo, una plegaria, un rezo. La superstición ahoga el trance y vigila al miedo. Un aura especial envuelve en su burbuja de concordia y complicidad al torero, a la persona, al hombre, al humano. Al ser que por honor y grandeza, por inconformismo y deseo de triunfo puso el par de banderillas más amargo de su carrera, prendiéndolo el toro en su rostro. 

Al fin, consigue llegar a buen puerto. El capitán del velero negro con mástiles blancos descubre una nueva isla. Tras un descomunal esfuerzo, obsesionado con la idea de volver a los ruedos y con la fuerza y la gracia de Dios y el reverencial y adulador abrazo del milagro, nada desde las profundidades hasta la superficie, tras su naufragio pasajero avista tierra y con una brevísima recuperación se repone de sus heridas con paciencia y trabajo. El anhelo de volver a pisar ese lienzo circular para dibujar con el estaquillador como pincel y la estocada, mezcla de brevedad y precisión, como firma de un cuadro tauromágico. Una obra eterna y sublime. Volver a sentir el fervor de la plaza, el revoloteo de los pañuelos cual palomas blancas. La vida y la muerte penden de un hilo cosido con rotundos oles. Ahí está la gloria, en saberse situar en la línea divisoria, en cruzarla y hacer historia. Ahí está la clave y la llave que abre la puerta, se trata de convertir el agua en ardiente fuego, de pregonar con raza este incesante duelo. Supeditar el desvelo en aras de los sueños con un toreo desgarrado, dejando un surco en cada muletazo, cimbreando el cuerpo al son de majestuosos retazos proclamando un alarde de entrega y corazón, de honor y torería. El letargo de un reencuentro, no es búsqueda ni coincidencia. No es casualidad, sino convergencia e interacción. Una inmensidad de pensamientos y emociones se superponen. La ilusión se trasmite. Una mueca de rabia y miel, un ojo entornado y un parche como símbolo de heroicidad.

El toreo no es teatro, el toreo no es ficción, no es mentira ni es embuste, es auténtica pasión. Es la vida y es la muerte, y es el toro su mentor. La intuición, frágil y candente, ilumina a la honestidad. La incertidumbre y el riesgo se cogen de la mano. El azar brinda con el destino. El olvido se apodera de la tragedia. Rememoro con honra el pasado y concluyo esta historia con estos versos en honor a Juan José Padilla:

Con la entrega y con la raza,
con el ansia y la ambición,
una cicatriz enzarza  a una dolorida estrella con su brillo alrededor
que candente se ilumina en triunfal reaparición.

Tu mirada es una mina
que de oro contamina mis entrañas, mi oración,
tú, torero eres la alquimia que me arrastra hacia el amor,
por un arte inexplicable, el toreo de valor.

                                                                       
                                                                           Álvaro Gil

viernes, 10 de agosto de 2012

EL ARTE ESTÁ EN PARARSE


                                                                   Emilio Silvera hijo

Torero poderoso, místico, profundo e impredecible. Para él, el valor y el arte no están reñidos. Forman parte de la misma familia, están dentro de un árbol genealógico cimentado por dos ramas fundamentales: la quietud y la trasmisión. Emilio Silvera hijo, pisa terrenos en los que la incertidumbre se hace patente. Desafía al miedo impávido caminando erguido por la cuerda floja del azar. Comparte sus inquietudes rompiendo ese cristal invisible que separa al artista del público. Novillero en peligro de extinción por muchas razones. Una; no imita a nadie, es él mismo. Dos; genera respeto, admiración, emoción y expectación. Además estamos ante un torero con valor del bueno. El de pata negra. No ese valor de arrebato sino un valor con el cual se nace. Un valor que no se entrena. Es intrínseco. De dentro hacia fuera. Es muy difícil conjugar todas estas cualidades acompañándolas a su vez de humildad y de naturalidad, evitando cualquier acercamiento o encontronazo con la vanidosa soberbia. La aparente burbuja en la que se encuentra en su vida cotidiana no hace más que evidenciar una personalidad propia de un grande. Estamos acostumbrados a ver réplicas y repeticiones, a imitadores de Manzanares y de Morante. Emilio Silvera no imita a nadie ni dentro ni fuera de la plaza. Responde sosegado a las preguntas al igual que cita con la muleta. A menudo, el público se fija en lo que se mueve. Sin embargo, lo verdaderamente importante es aquello que no se ve, aquello que no se mueve, que permanece a la sombra sin llamar la atención. Por ejemplo, el equilibrio a la hora de cargar la suerte se consigue gracias a la pierna que permanece quieta en el suelo. Esa es la que aguanta el peso. Esa es la que manda. Para Emilio Silvera el arte está en pararse. Su condición de artista propicia faenas intensas. Faenas que destapan todo eso que guarda en su interior y que sólo deja escapar dentro de la plaza. Emilio es un torero de instinto, intuitivo. Es consciente de la importancia de la técnica pero deja que la corriente del caudaloso río de la creatividad inunde sus pensamientos y su corazón y le arrastre hasta ese mar de sensaciones que tiene el arte del toreo.

sábado, 4 de agosto de 2012

Lama de Góngora torea por alegrías



La razón por la cual el ser humano vive es para crear belleza y para amar. Cuando una persona realiza un acto puede colmar su esencia en un frasco que yo llamo pasión, el cual debe estar vacío por la mañana y lleno al final del día o de la noche según uno viva con el sol o con la luna. El fin, la meta, el fondo de la cuestión radica en llevar a cabo algo grande que perdure. Ese es el valor de lo eterno. Lama de Góngora lo ha logrado. Ha conseguido salir por la Puerta del Príncipe de la Maestranza de Sevilla y, pocos días después, lo ha revalidado aprobando sobradamente su segunda oportunidad y proclamándose ganador del certamen. Podría decir muchas cosas pero me voy a limitar solamente a las que sienta de verdad. Lama de Góngora torea por alegrías. A compás, a tiempo. Un baile con el burel que, impredecible como cualquier otro animal salvaje se alía con el torero en los doce tiempos que tiene este palo flamenco. Un, dos, un dos tres, cuatro cinco seis, siete ocho, nueve, diez…un dos, un dos tres…así una y otra vez en cada tanda, en cada muletazo, en cada desplante, en cada sonrisa, en cada cite. Cuando el pie que se mueve se posa en el albero veo “tierra”. Cuando la muleta inicia su vuelo desde atrás veo “agua”, una ola de una playa de Cádiz. Cuando se produce el toque, veo “aire”, una ráfaga, una templada brisa que impulsa al toro a embestir. Cuando el toro inicia su travesía y la muleta lo mece, y el cuerpo lo acompaña, veo “fuego”. Así se torea natural. Se torea natural porque la naturaleza está presente. Tierra, agua, aire y fuego. Se trata de un toreo puro, primitivo, salvaje que torna a clásico, que muta hacia lo esbelto, hacia la más absoluta, pedagógica y cultural tauromaquia de un rubio formado con el maestro Luis de Pauloba. Cuando el sueño torna realidad automáticamente, dentro de nuestro ser, se inunda de nuevas metas e ilusiones. Por ahora voy a predecir un debut con picadores que trascienda, que emocione, que cautive. Más allá del presente, una premonición me dice que el futuro no existe. Lo único que realmente podemos predecir no es un futuro prometedor ni esperar nada como ya se han aventurado los medios que ansían la utópica gloria. No. Yo tengo que predecir un presente prometedor. Cada vez que paso por la Maestranza se me ponen los pelos de punta y se me viene a la mente el triunfo de Lama de Góngora y esta letrita  porque este torero aquel día toreó por alegrías. ¿Qué digo? Bailó por alegrías con su capote a las palmas, su muleta a la guitarra y el cornúpeto al cante. Ole tú!

Maestranza de Sevilla,
La del amarillo albero,
La que huele a manzanilla,
Y a capote de torero.


                                                                                                       ALVARO GIL